“Las observaciones y vivencias del solitario taciturno son al mismo tiempo más confusas y más intensas que los de la gente sociable; sus pensamientos son más graves, más extraños y nunca exentos de cierto halo de tristeza. Ciertas imágenes e impresiones de las que sería fácil desprenderse con una mirada, una sonrisa o un intercambio de opiniones le preocupan más de lo debido, adquieren profundidad e importancia en su silencio y devienen vivencia, aventura, sentimiento. La soledad engendra lo original, lo audaz e inquietantemente bello: el poema. Pero también engendra lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito”.

—La muerte en Venecia, Thomas Mann.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Palabras muertas


Las palabras llegan muertas
antes de ser dichas.
Madre, pobre madre.
Procesión de muerte mientras nacían:
una progenie: un cadáver.

Pero ¿qué fue de la madre, qué fue?
¿Quedó tal vez estriada su boca?
¿Le quedó quizás colgosa la mandíbula?

¿Quién piensa, a quién importa
si la madre aún llora, aún revive, 
si intenta agarrar el dedo y ve
la tercera vuelta de cordón, 
la cabeza morada de sus fonemas?

¿A quién importa la madre que entendió
la muerte mientras decía:
«soy madre»?

Una cruz pende sobre las letras.
¿Por qué no dejar el tiempo correr 
como se olvidan a veces los grifos abiertos?
Como el sopor del hambre
mete al insomnio en los ojos
abiertos, muy abiertos,
cuando pasan tres días y pone
una madre, de rodillas al suelo,
velando el polvo que fueron huesos, 
que fue carne,
que fueron sus grafías.

Madre, pobre madre, 
reza ahora.
Tú que habitas las gargantas de todos los     
                                                  [hombres.

Llora a veces,
presume a veces.

Todos los niños te nacen muertos.



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