“Las observaciones y vivencias del solitario taciturno son al mismo tiempo más confusas y más intensas que los de la gente sociable; sus pensamientos son más graves, más extraños y nunca exentos de cierto halo de tristeza. Ciertas imágenes e impresiones de las que sería fácil desprenderse con una mirada, una sonrisa o un intercambio de opiniones le preocupan más de lo debido, adquieren profundidad e importancia en su silencio y devienen vivencia, aventura, sentimiento. La soledad engendra lo original, lo audaz e inquietantemente bello: el poema. Pero también engendra lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito”.

—La muerte en Venecia, Thomas Mann.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Madre



Una mano busca y rompe el techo de tu boca.
Llevo un aborto incrustado en tu vientre,
madre.

Por eso lloro, 
por eso lloro.

Por no querer herirte, ser la rosada
línea que fracture tu hemisferio.
Sentir, no quiero ser la atravesada lengua,
las lagartijas mórbidas que te circundan,
madre.

No me concibas,
no me hagas tu mecer de cuna, verte
parir otro dormido.

Sentir, no quiero ser capa sintética,
ocultar el frío de nuestras pieles.

Madre,
no me tengas,
en esta posesión de objetos, esta
sociedad tuya que no llama,
quema retinas, madre,
no me tengas.

Si no tiendes a detener los hambrientos
labios de la náusea.
Si insistes en la pasividad de las ramas
que confían en sus raíces.
Si enredas su retorcido áspero
a tu corteza, tatúas
verde escama en el cerebro,
madre:

No me tengas.

Si seré
sinónimo.

Si seré
horizonte en las baldosas.

Tú serás,
madre.

La misma mujer sin brazos,
la misma madre que nunca
tuvo un hijo, amor
propio.



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