“Las observaciones y vivencias del solitario taciturno son al mismo tiempo más confusas y más intensas que los de la gente sociable; sus pensamientos son más graves, más extraños y nunca exentos de cierto halo de tristeza. Ciertas imágenes e impresiones de las que sería fácil desprenderse con una mirada, una sonrisa o un intercambio de opiniones le preocupan más de lo debido, adquieren profundidad e importancia en su silencio y devienen vivencia, aventura, sentimiento. La soledad engendra lo original, lo audaz e inquietantemente bello: el poema. Pero también engendra lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito”.

—La muerte en Venecia, Thomas Mann.

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domingo, 13 de marzo de 2016

Ciento noventa y seis nubes



Ciento noventa y seis nubes.
Las he visto.
Siempre al otro lado de la ventana.

Yo no he venido aquí
a por la guardería de insectos,
las plagas, las chinches,
a poner en cultivo a cucarachas
con Diógenes dentro.

Y hay ciento noventa y seis nubes
con forma de techo o esquina.

No he venido aquí a por el megáfono
de palabras sangrantes,
ni a ser el centro, la invención
de una guerra.

No vine aquí a arrodillarme 
con un cántaro en la cabeza
y sostener
avergonzada por la amplitud 
de mis muslos,
no vine a labrar el polvo 
y envejecer las manos.

Solo vine aquí a encontrar
algo más que mi propio eco,
un hogar.

Y contar nubes.

Pero lo que quedó de ti
está perdiendo la memoria:

Al tacto 
es abrazar un jersey 
que nadie ha usado todavía.

He guardado el olor, el sudor
grisblanquiazul de los charcos,
he dejado que se condensen:
                                                                         
Ciento noventa y seis nubes,
sin descanso.
  
He tapiado las ventanas
                para que no se fuguen
mientras me marcho
para no volver.













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