“Las observaciones y vivencias del solitario taciturno son al mismo tiempo más confusas y más intensas que los de la gente sociable; sus pensamientos son más graves, más extraños y nunca exentos de cierto halo de tristeza. Ciertas imágenes e impresiones de las que sería fácil desprenderse con una mirada, una sonrisa o un intercambio de opiniones le preocupan más de lo debido, adquieren profundidad e importancia en su silencio y devienen vivencia, aventura, sentimiento. La soledad engendra lo original, lo audaz e inquietantemente bello: el poema. Pero también engendra lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito”.

—La muerte en Venecia, Thomas Mann.

viernes, 20 de julio de 2018

La rutina de la ausencia


Quiero creer 
que fueron antes las hormigas.
Y qué nostalgia aquel terreno.

Yo entonaba canciones
corriendo en chanclas 
a la hierba, y quiero creer
que llegaron antes las hormigas,

y nadie quiso molestarlas.

Así posaré esta lágrima
en la rutina, sin pedir
que el agua gire o se rompa

al intentar cambiar 
la dirección vidriosa
de un camino,

que sigue acuoso a bajo cero.

Seré animal, aprenderé 
a comer la paja, 
a cebar pavos reales con cuchara.

Su ancianidad prematura.

Y seré cachorro
como el felino
que perdió los dientes,

y ya no recuerda el alimento. 

Porque esos tiempos de niñez
que parecieron volver
sonríen como uvas secas 
sobre las fotos.

El niño que no halló hogar
y se hizo alcoba de mi vientre,
no lo aborto.

Podré esconder bajo la ropa 
su frustración de tener nombre,
su condición de no nacido. 

Pues cuánta pena aquellos vivos
que nunca hicieron de sí mismos,
qué tarados sus ropajes.

Y qué vértigo el hormigueo
en los finales de la tierra,
porque un día cesan las preguntas
y ya no se necesitan.

Yo entonaba canciones
mientras corría hacia la hierba.

Y esta será mi última lágrima
acostumbrada
a la infinita rutina
                       de la ausencia.

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