“Las observaciones y vivencias del solitario taciturno son al mismo tiempo más confusas y más intensas que los de la gente sociable; sus pensamientos son más graves, más extraños y nunca exentos de cierto halo de tristeza. Ciertas imágenes e impresiones de las que sería fácil desprenderse con una mirada, una sonrisa o un intercambio de opiniones le preocupan más de lo debido, adquieren profundidad e importancia en su silencio y devienen vivencia, aventura, sentimiento. La soledad engendra lo original, lo audaz e inquietantemente bello: el poema. Pero también engendra lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito”.

—La muerte en Venecia, Thomas Mann.

viernes, 24 de junio de 2016

Déjàvu


Sé que estuve allí y que todo
                               era inmóvil.
El tiempo, la palabra:
la diferencia era tan nimia.

Y sé que estuve allí 
sobre mis pies o mi cabeza 
y calculé:
la lentitud del hoy,
la rapidez del mañana.

Y que todo era tan exacto y había
                                tantos ojos 
y tantos parecían compartir 
    una misma pupila,
que no pude distinguir por qué,

qué hacía ese mismo brillo dentro 
de cada uno nosotros,

qué hacen con tantos 
                     nombres
para un mismo pueblo sumergido.

Y no entendí que los cuerpos fueran
                             simétricos:
los encontré siempre midiendo 
la longitud de los charcos,
preguntándose qué partes
de la visión deforme 
eran las suyas,

y no pude explicar por qué.

Para qué
el absurdo de nadar 
o hacerse el muerto,

si todo es tan simétrico,

si al final 
el mismo instante que nos crea, 
el rubor eufónico que nos mantiene,

nos termina diluyendo.

Para qué 
si no habrá un mañana
que no se repita.


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