«No les gustaba la lectura, sino presumir de que habían leído.»
—Anónimo.
«Lector, ya conoces a tan delicado monstruo,
—lector hipócrita— ¡tú, mi prójimo, mi hermano!»
—Charles Baudelaire.
«Lector, ya conoces a tan delicado monstruo,
—lector hipócrita— ¡tú, mi prójimo, mi hermano!»
—Charles Baudelaire.
Es el día en la ventana
y la noche en mi cabeza.
Todo mes: abril.
Todo sintagma un fallo
rescatado
de los labios de un mudo,
libros de voz silente
sobre mis ojos de tinta seca.
Y pregunto:
¿Para qué escribir poesía y máculas
que no leerá nadie?
¿Por qué dejar marcadas las palabras,
inasibles,
sus esquinas dobladas
como cicatrices de tiempo?
Para qué
sino para dejar la puerta abierta
a la costumbre extrema del silencio,
una esquirla apartada de los ojos
como testimonio abrupto de lo invisible.
Para qué, digo,
para qué sino para hacer
su exclusión inevitable
como el vuelo de un insecto.
Y entonces si olvidé mi voz,
mi aliento escrito.
Si lo dejé castrado
en el tibio cuerpo de mi madre
y llevo solo este paisaje en letanía,
letras de ástato,
como ambiciosas variaciones
de un verde cada vez más verde
en los recuerdos de una hoja.
Pues funciona así la exactitud voluble
de la memoria.
Pero no, qué digo,
¿para qué empeñarse en perseguir
lo no explorado por el dedo índice:
la poesía, el amor?
Para qué sino para ser el pájaro
que buscando el aire
descubrió
—en su fatiga—
el vuelo.
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