“Las observaciones y vivencias del solitario taciturno son al mismo tiempo más confusas y más intensas que los de la gente sociable; sus pensamientos son más graves, más extraños y nunca exentos de cierto halo de tristeza. Ciertas imágenes e impresiones de las que sería fácil desprenderse con una mirada, una sonrisa o un intercambio de opiniones le preocupan más de lo debido, adquieren profundidad e importancia en su silencio y devienen vivencia, aventura, sentimiento. La soledad engendra lo original, lo audaz e inquietantemente bello: el poema. Pero también engendra lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito”.

—La muerte en Venecia, Thomas Mann.

sábado, 3 de mayo de 2014

Poetas. Por qué.



Empecé a acudir a recitales de poesía sin que me gustara la poesía, solo porque eran gratis: Y esto es así.
Pero al tener la oportunidad de ver a los poetas contemporáneos más valorados según los presentadores y su zalamería sin pagar ni un solo céntimo de entrada, insisto, comencé a pensar: qué buena gente, estos poetas, qué buena gente. 
Y seguí acudiendo.

Fue al poco tiempo (disfrutando de una voz grave con algún que otro haiku y otras tantas cervezas como método de adaptación al medio ya que detesto el imprescindible vino de poeta) cuando lo vi por primera vez: el ego.
Al principio no lo noté mucho, no era más que un gusanillo escuálido resbalando por el micrófono.
No molestaba apenas. 
Sin embargo, cayendo en la cuenta el ego de que aún era demasiado pequeño para unos versos tan excelsos, quiso reproducirse en las mangas del poeta invitado y pretendió los bajos de las faldas, aspiró al alpinismo de escotes, sombreros, e incluso salivó algunos versos de carnaza de jam hasta el punto de que el poeta se vio forzado a interrumpir su recital y mirar al público:

Perdón, es el hipo.Dijo a modo de excusa (el pulgar hacia arriba en dirección al ahora yagusateranosaurio saliente de su garganta).

Y aun así yo pensaba que qué maravillosos estos poetas, qué públicos, qué políticamente concienciados, qué implicación social.
Empezaron a gustarme tanto que ya no me habría importado pagar por escucharles recitar (aunque, eso sí, seguí yendo a los gratuitos: las intenciones son muy buenas, pero las economías cortas).

No mucho después, otra noche de martes o miércoles o jueves porque a los poetas eso de hacer eventos hasta tarde, entre semana, y madrugar al día siguiente, les asusta lo mismo que ir de empalme, aún borracho, a trabajar o a un examen final: nada en absoluto... ¡A un bohemio! ¡A un verdadero poeta! ¡Esas minucias! subió al escenario un poeta con la camiseta toda manchada de ego y ¡qué forma de recitar, señores! ¡Qué aplomo! ¡Qué bueno! ¡Qué leyó! Digo ¿Qué leyó? ¿Que qué leyó? Ni puta idea, señores, pero eso sí: aquel fue el verdadero inicio de la jam, todos los que habían subido hasta entonces: ¡Nada! ¡Proyectos de poeta!
Así el siguiente, viendo el éxito y nivel de competición, decidió que era el momento de pringar de ego también sus pantalones, su chaqueta; esotro sus calcetines / sus zapatos / los pelos de sus piernas; y aún hubo quien la epidermis-dermis-hipodermis de egolatría hasta llegar al músculo, hasta pedirme además el pañuelo del cuello:

Más cosas, yo soy el mejor: tengo que (MEREZCO) enredar mi ego en más cosas.

No he podido volver a ponerme ese pañuelo desde entonces: pesa demasiado.

Aquella anécdota, en cualquier caso, no hizo sino aumentar mi admiración por aquellos seres que parecen humanos pero que vuelan a diez Saturnos y veinte Venus por encima de nosotros, imagínense: un poeta llevando el pañuelo triple vuelta durante al menos quince o veinte minutos (si no más) y yo era incapaz de sacarlo del armario, antes de poder descolgarlo ya se me había tronchado el brazo unas cuarenta veces y no exagero: ¡cinco luxaciones y cincuenta esguinces me costó meterlo en la lavadora! y la tendinitis ¡ay, la tendinitis!
Pero él como si nada, creedme: qué fuerza aquel poema.

El ego se mantuvo a pleno pulmón y no parecía poder mejorarse. Entonces el estallido, el acelerón increíble: Los poetas descubrieron cómo autoeditarse.

Los poemarios empezaron a venderse entonces por precios tan ridículos que uno llegaba a sentir que no compraba, sino que cedía por caridad sus ojos de lectura. Proliferaron tanto de este modo que no me extrañaría que realmente esto hubiese sucedido:

¿A cuánto el poemario?
No, nada, te doy una cerveza y te lo llevas.
Ah, qué bien, póngame usted tres kilos.

Con todo ¡aún eran tan grandes y diferentes los poetas bajo mi punto de vista! No como esos otros artistas: los que cantan, los que dibujan, los que bailan o los que hacen cualquier otra cosa de puta madre Ejemplo: concierto de ukelele por cuarenta euros de entrada, qué huevos esos otros artistas: unos vendidos todos.
Para ellos, los poetas, la difusión gratuita no era algo a tener en cuenta: lo importante era que los leyeran, cuanto más público escuchara: mejor.

Yo lo que quiero es que lleguen, ¿sabes? Y que se joda el capitalismo. Abajo las editoriales. ¡Libertad! ¡estafa, estafa, estafa!

Euro y medio, dos, tres, cuatro euros (más era forzar las cosas). Los poemarios se vendían a un ritmo tan apresurado que los poetas tuvieron que empezar a escribir como churros (no en vano la elección de esta frase) para satisfacer al hambriento mercado que besaba su saludable trasero, al punto de que cada dos o tres meses nos veíamos obligados a reforzar la estantería, a reestructurarla moviendo de aquí y de allá, a deshacernos de por lo menos treinta y cinco libros por semana, a los que dábamos el mismo destino que tienen un miércoles los periódicos del martes:

Este poemario, este está pasado, lo compré antes de ayer.

Reciclábamos, claro, porque nosotros aspirábamos a ser un poquito más grandes como ellos y reciclar era un buen acto que encima se asemejaba fonéticamente a recitar, y los juegos de palabras molan. Pero, aun reciclando, pronto no hubo papel para tanto poeta: nos vimos hundidos en la crisis de la celulosa.
Durante algún tiempo un segundo o segundo y medio temí la muerte del ego y el desfallecimiento del poema. Pero no: los poetas, raudos, siempre están por encima de cualquier crisis:

Los smartphones, tío. Dijo unoLos smartphones.

Y entonces, despapelada y gratis la poesía en Youtube, gratis en Facebook, en Twitter, gratuito el poema por todas partes.

Y aún digo, y mantengo:

Qué grandes estos poetas, qué grandes. Con sus poemas y sus temas de siempre, con sus metáforas repetidas y sus paralelismos. Qué grandes (con) sus egos. No como nosotros: ¡Desgraciados seamos todos los no-poetas! Con nuestro mundo pequeño y nuestros pañuelos ligeros y nuestra imaginación fallida. Claro, así vamos: tan amargados estamos que ya no sabemos ni de qué quejarnos, excepto de todo.

Y digo: No nos den ya nada por escrito, sino en real: tan feliz y decrépito.


"...Porque decidió
que ya estaba hasta las tetas
de poetas de bragueta y revolcón,
de trovadores de contenedor".


2 comentarios:

  1. Virgensanta!
    Joder, joder y joder con los poetas.

    Qué tíos, qué tías.
    Cuántas bragas al cuello,
    siendo bufandas todas.
    ¿Será por el frío?
    Sonrío.

    Saludetes.

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  2. Me meo de risa, absolutamente brillante.

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